Primer capítulo de ‘Margherita Sarfatti’

1.
«Sí, Rachele, dile que entre»
—Benito Mussolini (marzo de 1921)

No se había matado de puro milagro. Fue un prodigio que sólo sufriera un leve traumatismo craneal y una fuerte contusión en la rodilla izquierda cuando se desplomó desde unos cuarenta metros la avioneta con la que, junto con un monitor, hacía prácticas para aprender a pilotar. Y, sin embargo, el alumno aviador no había cometido ningún error, ninguna impericia. Fue el Destino el que se empeñó en que una piña se introdujese en el tubo de refrigeración del aparato. Pero los Hados fueron clementes e impidieron que la muerte modificara el curso de la Historia.

Y ahora, en este mes de marzo de 1921, el César que un año y medio más tarde marchará sobre Roma, se halla postrado como un pequeño burgués cualquiera en la cama de su casa. Tiene la cabeza aparatosamente vendada y se le ha formado un coágulo en la rodilla, en la misma pierna y la misma rodilla que en 1917 resultaron heridas por la explosión de un mortero austriaco. Le duele la rodilla y le molesta el vendaje en la cabeza, mientras se dice que es realmente estrecho este piso, tan incómodo, tan lleno de ruidos y de los olores que llegan de la cocina en la que se afana Rachele, esa campesina con la que ha construido lo que pocos años después él mismo presentará como el gran pilar —la familia— sobre el que se asienta la Patria. Los niños —Edda, Vittorio y Bruno— juegan, se pelean y chillan. Gritan casi tanto como los militantes que vienen a menudo a cantar Giovinezza bajo su ventana.

Benito Mussolini ya lleva así siete días. Toda una semana postrado en la cama, él que nunca para en casa, él que siempre anda en viajes y reuniones, él que siempre trabaja hasta altas horas de la madrugada en la redacción de Il Popolo d’Italia, el periódico que ha fundado al romper con los socialistas y abandonar la dirección del Avanti! Rachele, ella al menos, está contenta. Dichosa de tenerlo por una vez bajo control, impedido de dedicarse a su constante ir y venir, Dios sabe dónde y con quién. Durante todos aquellos días han ido llegando pelmazos que le traen infinitos mensajes de ánimo y felicitación. Pero la visita que Rachele le anuncia ahora es distinta. «Sí, que entre», musita el convaleciente mientras el rostro de Rachele pasa de la palidez del asombro al rojo de la ira.

Y entonces entra. Ahí, en ese mismo dormitorio en el que nunca había puesto los pies ni los volvería a poner jamás. Ahí, precedida por su esposa, entra su colaboradora más cercana en Il Popolo d’Italia, esa aristócrata veneciana de la que todo Milán murmura lo que nadie ignora. Es manifiesto: la mujer no ha podido esperar más. Angustiada e imprudente, ha roto todas las precauciones y comedimientos. Le ha sido imposible no ir a verlo. Pero ha conseguido borrar la angustia que le afeaba su hermoso rostro: está espléndida y elegante como siempre. Su mera presencia ya es como un rayo de luz que rasga la atmósfera macilenta de aquella casa. Pero la luz que la envuelve a ella se hace aquel día comedida, discreta: tanto como el traje sastre de un gris marengo que ha escogido para la ocasión. Al aviador postrado en la cama le habla de usted y mantiene todas las distancias que se imponen. Ha traído unos regalos para los niños. «Muy amable, muchas gracias», le dice Rachele al tiempo que la asesina con la mirada y se retira para llevar los regalos a los niños.

Cuando se quedan solos, él trata de incorporarse en la cama que comparte —cuando la comparte— con su mujer. Parece como si hasta la rodilla ya le doliera menos ahora que le guiña un ojo y extiende los brazos hacia ella como diciéndole: «Ya ves, ya ves… Ésta es mi vida. Ésta es mi casa». Aquella casa, viendo la cual, la elegante dama tiene que esforzarse por disimular un sentimiento de disgusto que asoma en la comisura de sus labios. No, una cosa es defender la gallardía del pueblo trabajador —lleva años haciéndolo— y otra cosa es toparse de frente con el día a día del pueblo trabajador (en fin, con el de uno de sus adalides). Otra cosa es encontrarse con sus pisos envueltos en ese olor a nabos y a col hervidos, o con esa decoración burda y cursi que hace que se estremezca el gusto exquisito de uno de los personajes más cultos y refinados de la Italia del Novecento. Pero ella es mujer de mundo y sabe comportarse: no deja traslucir nada. Se limita a hablarle de política europea y de las últimas tensiones que se han producido en el partido con los escuadristas (ya resueltas, por ahora).

Y así hasta que, al cabo de un rato —poco, ni siquiera media hora—, se levanta, esboza una leve sonrisa, se despide cortésmente de Rachele, les da un beso a los niños y desaparece dejando un leve reguero de perfume a jazmín, almizcle y benjuí. Aquel mismo perfume que él ha olido tantas veces al estremecerse entre la carne tibia de Margherita Sarfatti, esposa de Cesare Sarfatti, abogado ve¬neciano de origen judío como ella. Ella: la gran amante (¿el gran amor quizás?) del futuro Duce de Italia, al tiempo que la musa, la inspiradora de tantas ideas del fascismo. Del primero: del que irrumpió con aquel esperanzado, esplendoroso arranque que fue el suyo.